El Amor, desde mi ventana (VII): La Confianza


Una noche más se vuelve espesa, casi sólida, cuando se alternan los estados de ánimo y de repente se descubre que no se tiene ninguna certeza, más que aquello en lo que se siente, lo que se ha sentido y lo que eventualmente pudiera llegar a sentirse algún día. No ayuda el calor. Tampoco el humo del cigarrillo que entra en los ojos. Escribimos a trompicones, con subidas y bajadas. También alguna caída, todo hay que decirlo.

¿Podré terminar de contar todo esto?

Henry Louis Mencken decía que la confianza es el sentimiento de poder creer a una persona incluso cuando se sabe que ella mentiría en nuestro lugar. Aparentemente, esta frase viene a decir que lo importante es el acto de seguridad en el otro, aunque creo que va más allá que eso. La confianza empieza en uno mismo y debe trasladarse al otro, aun sabiendo que el otro puede no estar en el mismo registro.

Desgraciadamente, para nuestras relaciones más personales, esto no funciona exactamente así. O si funciona así, si por algún motivo deja de hacerlo, la tarea de la reconstrucción resulta después muy difícil.

Empiezas confiando en la otra persona cuando todo es maravilloso y sólo mostramos la mejor parte de nosotros mismos. Todo te parece estupendo: eres desprendido/a, generoso/a, simpático/a y nunca me fallarías. Tampoco yo lo haría contigo. Pero…

Cuando la confianza se rompe por alguna de las enfermedades que la atacan (ya contaremos cuáles), el jarrón se viene al suelo. Y recomponer todos sus fragmentos es auténtica tarea de monjes budistas. O de personas altamente evolucionadas en las que ni usted ni yo probablemente estemos reflejados. La confianza, en la pareja, es algo que se construye cada día y que debe estar presente a lo largo de todo su recorrido. Cuando falla ese sentir que se puede descansar en el otro una palabra, un hombro o una vida entera, gran parte de la unión se desvanece.

Se convierte en fantasma lo que antes era un objeto real, tangible y a nuestra vista. Ya nada vuelve a ser lo mismo. Al menos durante un tiempo.

Todos tenemos experiencias de ese tipo. Todos tenemos un momento en el cual se nos cae la venda de los ojos y contemplamos las realidades tal cual son, y no como las habíamos imaginado. Llega un momento en el cual se te llenan los ojos de lágrimas cuando descubres, en el silencio mudo de dos copas de vino usadas en un fregadero, que ese sueño que tuviste que te anticipaba que el rosa podía decolorarse era más real que tu propio estado de vigilia. Que esa vida tan atareada esconde más presencias, además de la tuya, y que a veces lo accesorio es más inmediato que lo principal. Y ahí es donde la confianza se desvanece, y se convierte lo siguiente en una lucha titánica por hacer que la razón domine al corazón, o viceversa.

¿Cuál de los dos resulta vencedor? Sabemos que el corazón siempre gana, aunque a veces desearíamos ser puro cerebro para no sufrir. Pero si no sufriésemos no seríamos humanos. Ni mortales.

En la confianza, como con todo, lo que cuentan son los hechos, el actuar de cada día. La confianza es enemiga de la palabra hablada o de la expresión escrita. De nada me sirve que me pidas que confíe en ti, con lágrimas incluso, si después tu actuar revela exactamente lo contrario de lo que me estás afirmando. De nada me sirve que fundamente nadie su cambio de parecer, o sus veredas prohibidas, en un estado de ánimo o en una conducta que necesariamente es contingente o pasajera. Así no funciona la película.

La confianza es saber que puedo dormir en tu regazo sin temor a despertar mañana solo, o sangrando. O muerto.

¿Cómo recuperar la confianza cuando ya se ha perdido antes? ¿Es posible?

En esta vida todo es posible. Todo el mundo puede evolucionar. Sacar fuera de sí los puntos oscuros. Pero la recuperación de la confianza no es tarea de aquél que la vio traicionada, sino de quien pretende volver a ganársela. Nuevamente, en la praxis, y no en la teoría de las palabras bonitas y floridas. La confianza, al final, es un acto de fe, pero no de la fe de la beata desorientada en el atrio de una iglesia, sino de aquél que confía en tu red invisible que parará la caída si es necesario. Aquel que confía que tienes cosas buenas dentro que me permitirían volver a sentir tus palabras como una realidad, y no como una quimera. Incluso si a pesar de todo siguen alternando entre la puerta y el quicio. Para creer necesito tocar tu llaga, como Santo Tomás con Cristo. La vida me ha hecho así.

En ese larguísimo camino tendrás que tener en cuenta que en mi interior volverán a aparecerse rostros fantasmales tocados con ese sombrero que jamás me pusiste. Los mismos rostros que me hicieron llorar de dolor y de rabia sentado en mi cama, sin mirar hacia ninguna parte y con la ventana abierta para tratar de dejar huir al pensamiento. Un pensamiento que puede desvanecerse, pero que depende sólo de ti.

Ojalá dependiese de mí. Pero no.

Confiar es abrir los brazos esperando el cuerpo del otro. Pero el cuerpo real, no la aparición, la máscara o el vacío.

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